(4) 🍃 Fotosíntesis institucional: cómo nos nutrimos del feedback

 

¿Cómo medir el crecimiento sin cortar raíces?

Continuando con nuestro hilo conductor, un bosque no se mide solo por la altura de sus árboles o la cantidad de hojas que tiene; su valor está en la vida que sostiene, en la diversidad de especies, en las raíces que se entrelazan bajo la tierra y en la capacidad de renovarse temporada tras temporada.  Incluso en la propia fotosíntesis de los seres vivos (plantas) que lo integran, pues así como las plantas captan la luz del sol para transformarla en energía que les permita crecer y mantenerse vivas, la escuela necesita captar la luz que le brindan los datos, la retroalimentación y la reflexión para nutrirse y seguir creciendo como institución. Evaluar en educación debería ser algo parecido: no una simple medición superficial, sino un proceso que valore el crecimiento real, el aprendizaje auténtico y la evolución de cada persona, pues la evaluación no es un fin en sí mismo ni un simple trámite, sino más bien una fuente de energía fundamental para la mejora continua, y una herramienta que, bien usada, puede convertir los aprendizajes en crecimiento real, tanto a nivel individual como colectivo.

Las lecturas que hemos compartido en clase insisten en que la evaluación debe ir más allá de los exámenes y las notas: debe ser un proceso interno y externo, transparente, participativo y constructivo.

La LOMLOE, además, introduce cambios significativos en la manera de entender la evaluación, alejándose del paradigma tradicional centrado en calificaciones numéricas y enfocándose en una evaluación formativa y continua.

De este modo, en vez de ser un juez al final del camino, la evaluación se convierte en un compañero de ruta, que nos ayuda a detectar fortalezas, dificultades y necesidades, y sobre todo, que orienta para seguir creciendo, pues la escuela debe tener una cultura evaluativa que permita mirar con honestidad sus fortalezas y sus áreas de mejora, sin miedo ni defensas, sino con la intención de transformar y crecer.

Sin embargo, este cambio no es sencillo. En clase hemos discutido cómo, a veces, la presión por resultados inmediatos nos lleva a valorar más la memoria o la capacidad de pasar exámenes que la creatividad, el pensamiento crítico o la colaboración, y durante algunas sesiones escuché incluso cómo algunos compañeros compartían sus experiencias sobre planes de mejora en sus centros, reflexionando sobre lo difícil que a veces resulta aceptar el feedback cuando cuestiona prácticas consilidadas. 

Pero también noté que, cuando esa retroalimentación se asume como una oportunidad para aprender y avanzar, se abren caminos muy enriquecedores para toda la comunidad educativa. Es como si en el bosque solo valorásemos el árbol más alto, ignorando que la salud del ecosistema depende de todos sus elementos, pero si un cuidador del bosque que en vez de talar árboles que no crecen rápido con el fin de quedarse solo con los mejores, aprende a observarlos, a entender las razones de su desarrollo, a cuidar el suelo, y en general a adaptar las condiciones para que cada árbol tenga la oportunidad de florecer a su ritmo, probablemente todos los árboles crecerían a la vez y serían aproximadamente igual de altos. Así, la evaluación pasa a ser una herramienta para acompañar, no para castigar o clasificar.

Para mí, esa capacidad de abrirse al cambio, de tomar la luz del feedback y convertirla en energía positiva, es lo que puede marcar la diferencia en la calidad educativa. Es un trabajo colectivo, donde docentes, estudiantes, familias y equipos directivos se convierten en hojas que captan la luz y raíces que permiten sostener ese crecimiento.

Reflexionando, creo que como futuros docentes debemos apostar por una evaluación que reconozca la diversidad del alumnado, sus contextos y sus formas de aprender. Esto implica diseñar actividades y criterios flexibles, fomentar la autoevaluación y la coevaluación, y transformar el error en una oportunidad de aprendizaje, no en un estigma.

La evaluación, entonces, se parece menos a una tala selectiva y más a un trabajo de jardinería que requiere paciencia, observación y mucho cuidado. Para mí, esta es la esencia de educar hoy: cultivar espacios seguros donde el crecimiento sea posible, donde cada persona pueda echar raíces y desplegar sus ramas con libertad, pues así como en la fotosíntesis, no basta con recibir luz; hace falta un proceso de transformación interna que implique reflexión, diálogo y acción. 

Y es por ello que considero que debemos reflexionar sobre cómo podemos cultivar esa cultura evaluativa en nuestras futuras aulas y centros, y cómo podemos enseñar a nuestros estudiantes a verse como parte activa de ese proceso, a valorar el error, el cambio y la mejora continua.

Quizá, en este sentido, educar sea también preparar a ese árbol para que se nutra con la luz que le llega, para que sus raíces se afiancen en un suelo que cambia y sus hojas se abran a la renovación constante. Y la evaluación, entonces, no es la poda que limita, sino la luz que impulsa el crecimiento.

Termino esta reflexión con la certeza de que aprender a evaluar y mejorar es un camino que implica compromiso, humildad y esperanza. No solo para responder a exigencias externas, sino para cultivar un bosque educativo vibrante, resiliente y siempre dispuesto a crecer con la luz que encuentra en el entorno, pues al final, no se trata solo de medir, sino de acompañar, de sembrar confianza y de nutrir la curiosidad, para que el bosque educativo sea vivo, diverso y resiliente frente a las tormentas del mundo actual.




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