(3) ☁ Corrientes que arrastran, raíces que resisten: Bauman e Illich
Modernidad líquida: cuando la escuela no encuentra suelo firme
Y sí, puede sonar pesimista. Pero al mirarlo desde la experiencia educativa, no me resulta tan lejano. He visto cómo los proyectos pedagógicos cambian cada curso sin madurar del todo, cómo se valoran más los resultados inmediatos que los procesos, las notas que el aprendizaje, y cómo la formación parece volverse una carrera sin meta.
Pero, ¿qué sentido tiene preparar al alumnado para un mundo que ya no existe? A veces lo pienso con el ejemplo más simple, y es que en muchas escuelas se sigue enseñando con mapas antiguos para territorios que ya han cambiado. Se habla de innovación, pero seguimos encajando cuerpos en pupitres en fila, midiendo capacidades con exámenes que premian la memorización más que el pensamiento, valorando el silencio más que el diálogo.
La escuela, como parte del bosque, debería poder adaptarse al clima cambiante, doblarse con el viento sin romperse, abrir claros donde antes había sombra. Pero para eso, hace falta una revisión profunda, y no solo de métodos, sino de finalidades.
Y es que en este bosque, me pregunto si no hemos perdido de vista lo esencial: el encuentro, el pensamiento crítico, el sentido profundo de aprender juntos. Tal vez, como dice Bauman, debamos aceptar que vivimos en tiempos líquidos, pero eso no significa resignarnos a una escuela diluida.
Quizá, para volver a cambiarlo o tener al menos la oportunidad de rectificar y reestructurarlo, toca volver a preguntarnos: ¿para qué educamos realmente?
La desescolarización como provocación: Illich y la rebelión necesaria
Y en esa búsqueda apareció Iván Illich. Leerlo fue como encontrar una cabaña en medio del bosque, un lugar que te obliga a parar y mirar todo desde otra perspectiva, o al menos obligarte a darte esa oportunidad a tí mismo, pues era un texto complicado de entender, aunque gracias a algunos compañeros que se metieron de lleno en ese río pudimos acompañar las ideas que planteaban.
Su crítica a la escuela tradicional , que certifica más que educa y que jerarquiza más que acompaña, me resultó incómoda, pero necesaria, porque pone en cuestión muchas cosas que damos por sentadas: los horarios rígidos, la autoridad del docente como única fuente de conocimiento, o la idea de que solo se aprende dentro de un aula.
Es por ello que Illich propone desescolarizar la sociedad. Suena radical, lo sé, y lo es, pero como no propone acabar con el aprendizaje, sino repensarlo, liberarlo de las estructuras que lo atan al poder, al control, al mérito entendido como competición. No en el sentido de destruir la escuela, sino de liberarla de sus límites autoimpuestos. Apostar por una educación verdaderamente autónoma, donde cada persona pueda aprender según sus ritmos, intereses, relaciones. Un aprendizaje más orgánico, más libre. En resumen, un aprendizaje más humano. Hasta qué punto hemos tenido que llegar para tener que escribir esa afirmación....
Es difícil escuchar estas críticas sin ponerse a la defensiva. Pero a mí me ayudó a mirar con más honestidad y siendo objetiva, porque es cierto que, en muchas ocasiones, el sistema educativo termina clasificando a las personas, limitando sus posibilidades, imponiendo un único camino como válido. Y no siempre tiene que ser así.
Es por ello que Illich me hizo replantear algo tan básico como esto: ¿la escuela resulta siempre un espacio de aprendizaje? ¿O por el contrario, a veces se convierte en una institución que en nombre del conocimiento termina reproduciendo desigualdades, frustraciones y etiquetas?
Y lo más incómodo: ¿podemos contribuir nosotros, sin quererlo, a ese daño?
Por lo tanto... ¿Deberíamos considerar este pensamiento como una utopía o como una llamada urgente?
Al principio, pensé que Illich era utópico. Pero cuanto más lo comprendíamos, más sentía que en realidad hablaba de algo actual. Quizás no podamos desmantelar todo el sistema, pero sí podemos abrir grietas por donde entre la luz, y diseñar experiencias educativas más abiertas, más conectadas con la vida real, más centradas en las personas.
Pienso en la escuela como ese terreno donde cada quien debería poder plantar su árbol, cuidarlo y observarlo crecer, pero a veces el sistema actúa como una máquina de podar que corta lo que se sale del molde... Entonces, ¿qué tipo de bosque estamos cultivando? Es un poco inquietante, a decir verdad...
Educar en tiempos inestables: ¿qué escuela queremos construir?
Illich nos recuerda que no todo lo valioso se aprende en la escuela. Bauman, que no todo lo seguro permanece. Y yo me quedo con la idea de que quizás nuestra tarea no sea tanto construir escuelas perfectas, sino escuelas vivas. Espacios donde sea posible equivocarse, crecer, pensar con otros, cambiar de idea, resistir.
Como en el bosque tras una tormenta, donde algunas ramas caen pero otras florecen con más fuerza, también en la escuela necesitamos espacios para renovarnos, para aprender a ser en medio del caos. Porque, al final, educar no es sostener certezas, sino sembrar preguntas que algún día, con suerte, se conviertan en raíces. Y es que da la sensación de que la educación, tal y como la conocemos, camina por un puente colgante construido hace décadas, tratando de mantenerse firme mientras todo alrededor cambia a un ritmo vertiginoso. Como si el bosque que recorríamos en las primeras entradas ahora estuviera siendo atravesado por una tormenta constante, árboles que se tambalean, raíces que ya no encuentran tierra estable, caminos que se desdibujan… Y es ahí donde entran las ideas de Bauman sobre la modernidad líquida, como marco para comprender muchas de las tensiones que vivimos hoy dentro y fuera del aula.
En este contexto de cambio permanente, donde nada parece durar lo suficiente como para echar raíces, la escuela se enfrenta al reto de seguir siendo significativa, pero no estoy segura de si seríamos capaces de sostener un espacio educativo estable cuando todo alrededor se vuelve volátil, efímero y acelerado, porque quizá ese no sea el enfoque adecuado de plantear... Quizá debamos pensar en una escuela que no se quede anclada al fondo del río, pero que tampoco se deje arrastrar por la corriente, y eso es aún más difícil de plantear o responder. Quizá debamos cultivar una educación que no sea una simple fábrica de cerfiticados, sino un espacio donde realmente se aprenda, se descubra el mundo, y se formen personas de verdad, haciendo referencia a ese aprendizaje "más humano" del que hablábamos...
Sinceramente, no tengo respuestas cerradas, pero sí una certeza: educar hoy implica asumir que vivimos en un tiempo de incertidumbre, y que eso, lejos de paralizarnos, puede ser una oportunidad, porque cuando no hay caminos seguros, se abre el espacio para crear nuevos senderos.
Y quizás ahí está nuestro papel como futuros docentes: no tanto el de guiar con certezas, sino el de acompañar con preguntas, el de sostener mientras cada alumno busca su propio cauce, su propio ritmo. Debemos preguntarnos cuál será nuestro lugar, atreviéndonos a buscar nuevos caminos aunque no estén del todo trazados. Tal vez educar hoy no sea tanto dar respuestas como aprender a sostener preguntas. Y eso, en sí mismo, ya es un acto de resistencia frente a la liquidez, intentando plantar pequeñas semillas en la tierra húmeda en la que al menos por ahora nos encontramos, y guiando a nuestros alumnos por el bosque como luciérnagas llenas de luz y nuevas ideas.
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